Cultura

Para matar la poesía: La decapitación de los transeúntes

Por Federico Bagnato

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Igual da que la espalda de Carson se mueva conforme la respiración, que es honda y pausada. Todavía está de espaldas esperando a que diga algo. Desde atrás puedo ver el reflejo de la luz de la grabadora sobre la mesa metálica. No importan las cámaras en tanto uno preste atención a que hasta la lapicera refleja lo que pasa acá. Por eso Carson no se da vuelta. No teme que lo asfixie por detrás con el cordón de mi zapato. El tiempo corre y me lo hace notar chasqueando la lengua y haciendo garabatos en su libreta nueva. Pero yo no tengo nada más que decir. Las disculpas al juez, llegado el caso. Después voy a llevar todo hasta el final. Tampoco es tanta mala suerte. Me condenaron, me procesaron por varias cosas. Y acá estoy. ¡Es una ganga esto! ¡Un chiste! No como esos pollos indefensos e inocentes que veo pasar por la ventana (ahora pasa una mujer con dos nenas de la mano). Porque la ventana está justo a la altura del cuello de una persona de estatura razonable. 1,70 o por ahí. Y el promedio de la gente pasa de lado a lado de la ventana, entrando en cuadro, en la escena de mi película. Y la disfruto porque la dirijo yo. Y cada vez que alguien entra se le corta el cuello por la mitad, porque ese barrote (que además es el más oxidado) le queda justo para separar la cabeza del resto del cuerpo. Y es espectacular porque los que caminan por la vereda de enfrente sufren lesiones menores, como pérdida de pies o piernas. Pero nunca la cabeza. La mayoría de los que atraviesan el cuadro pasan decapitados. Y da la impresión de que justo al lado hay una caja donde caen todas las cabezas. Una caja enorme donde quizá yo respire junto a una abuela que no está encorvada como gancho o junto a un chico de doce años, que creció tan de golpe hasta el metro setenta que también perdió la cabeza. Quizá nos midamos ahí, cabeza a cabeza, con todos los que fueron pasando. No lo sé, habrá que esperar a ver qué dice el juez después de esto y ver si mi cabeza rueda fuera de esta sala, como la del resto (ahora pasa una mujer cuarentona muy bonita). La altura le da justo. “Te veo al rato”, grito. Y me acerco al tonto de Carson con el cordón en mano y le envuelvo el cuello como un matambre hasta que deja de respirar. Y suena una alarma y la sala se llena de tipos azules. Y me siento bien porque ya estoy muy cerca de la anciana, el chico de doce y la cuarentona de recién…

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